UN ENSAYO DE LEZAMA LIMA, "ARTAUD Y EL PEYOTL"

Lezama Lima en su estudio

Ya lo dijo David Huerta en la antología Muerte de Narciso (1988): Lezama Lima es un clásico futuro. Por este motivo, dedicamos un breve espacio en este blog a la totalidad de su figura, a esa biblioteca con patas que sonríe y fuma en los resquicios de una casa en la calle Trocadero 162 bajos de La Habana, Cuba. En este caso, seleccionamos un texto publicado en 1957 titulado “Artaud y el peyotl”, recogido luego en los ya emblemáticos Tratados en La Habana (1958).

El dramaturgo francés Antonin Artaud, que visitó en 1936 a los tarahumara en México, accedió a los misterios del peyotl, a la revelación de la poesía y al arcano entre las estructuras fractales que modifican con una caricia la imaginación. Así como los antiguos griegos en los misterios eleusinos, Artaud buscó en la Naturaleza una palabra de los dioses, pero este, por el contrario, encontró a Satanás. Lezama, con su barroquismo criollo, nos regala un ensayo conciso sobre la confluencia poética en las aguas turbias de los enteógenos y la batalla bizantina entre los ángeles, el Diablo y la cactácea. Huxley, Cocteau y Baudelaire asisten a este teatro de la crueldad, donde el bardo francés acaba loco y embrujado en los manicomios galos.



ARTAUD Y EL PEYOTL

La magia del peyotl terminaba, en su tolerable continuidad silenciosa para los misteriosos tarahumaras, por hacer táctiles y acostumbrados los palacios inexistentes, creando culturas que no se apoyaban, humos congelados que seguían desconocidas leyes de cristalización, relámpagos que prolongaban sus coloreadas pausas, como si se hubiesen trocado en metales. En esas culturas el hombre habitaba realidades que se fragmentaban y deshacían al saltar el límite de sus cuerpos. Impulsado por el peyotl, el hombre creaba culturas meramente mentales, sin comprobación hipostasiada, fortalezas misteriosas, templos prodigiosos donde la fe se convertía en sustancia, la sustancia se convertía en hipogrifos, en gorgonas musicales, que no adquirían su realidad en el mundo exterior. El hombre, nutrido por el peyotl satánico, no se volcaba sobre la naturaleza, no tejía con la tierra y el aire sus resistencias de orgullo, sus soberanías de diamantes, sus anémonas dóciles a las variantes del aire, sino adquiría un hilo inexistente pero de progresiva corriente, donde lo exterior que es la realidad, se metamorfoseaba en lo interior irreal, que actuaba sobre sus movimientos, sus gestos o sus imágenes, desapareciendo la naturaleza y reemplazándola por sus derivaciones intermedias. En ese mundo producido por el peyotl, si actuaba, desaparecía; si daba la mano lanzaba al otro en un abismo silencioso; la ajena palabra lo desesperaba como un cristal, penetrándolo primero y espolvoreándolo después como el rocío de una lenta ceniza.
        Alguien acogido secularmente a la tradición carnal del empirismo inglés, con perentorios ribetes de papada gaumática. Huxley, para no escamotearle el nombre, ha probado las promesas del peyotl. Subraya en la tapicería de una silla imperio, paralelos listones azules en un fondo cremoso. Bajo la influencia de la misteriosa cactácea, los azules inflan su diferenciación como coloreados relámpagos de faisán; es un azul fanáticamente diferenciado, tenaz en su rescate, que se levanta como por sobre una peana de orgullo. Pero muy pronto la exacerbada fineza de esa percepción adquiere su crescendo y comienza a transfundirse. El hilozoísmo pitagórico enarca los listones azules y el yo que detenía y se nutría de esas irritadas perfecciones contempla su metamorfosis en la totalidad de esos azules. El yo es ahora el listón azul y se anega en su gozo. El congelado enjambre de sus perfecciones aletea, convida, guiña, y el yo, como una máscara que adquiere su soberanía, se disfraza de un azul penetrante que logra todas las potestades y se escuda en un inexorable desdén.
        Cocteau ha buscado los jugos dañados como un fijador, es decir, como un centro de equilibrio que contrastase esos excesos de levitación, si no se le escaparía su alma o su cuerpo, quedando su cuerpo como un saco desinflado, o su alma como un gemido de las sombras; pero en Artaud, es su pasión de lo concreto, sus edificaciones geométricas de términos sin comprobación, sus minucias que se deshacen al borde mismo de lo real. El peyotl creaba una civilización, construía, sin existir; levantaba, sin comprobar. Los fosos de sus castillos terminaban en la frente. El vegetal se vengaba del hombre. Construía dentro de él un árbol que extendía sus hojas en las evaporaciones cerebrales. Pendía de ese árbol irreal, en el que cantaba, y sus piernas impulsaban en el vacío una arena, que los dedos no sentían, pero que después pasaba a ráfagas, como un rocío, por la frente.
        El poseso es siempre un poseso de sí mismo. Si se suprime la enemistad, el diálogo sin respuesta, Satán gana la partida de lo concreto falso y de la lucidez homuncular. Artaud quedaba fascinado por lo concreto de las mágicas obtenciones del peyotl. Habitaba un reino paralelo y sombrío, la lucidez analítica en la penetración de su locura. Su afán de concreción, que lograba en las evaporaciones de la cactácea penetrar como respiración, estaba también en los dones de análisis para penetrar con la razón irritada en un mundo aporético, no por procedimientos dialécticos, sino por una realización inefable, que conservaba vestigios de una razón que actúa sobre lo irreal.
        El alma organiza, pero el alma tiene un instante que lo destruye todo, parece decirnos Artaud. El alma que organiza es la misma que después desorganiza y destruye. El alma apoyada en los más finos recursos de la voluntad, organiza; pero después, en su marea de reacción, con iguales finos recursos de inanidad, desorganiza. Semejante al viajero de un tren en fabulosa marcha, que ha cobrado satánica conciencia de nosotros, y así cada vez que el alma está a punto de organizar, desciende del tren en marcha, nos flecha, y después tiene aún tiempo de oscurecerse en el último vagón.
        El pensamiento puede ser muy frágil y a eso añadimos una velocidad que lo destruye. Siempre he pensado que en los hombres como Artaud existe un trueque de naturaleza. Al inteligir como los ángeles, marcha paralelo el sentir como las plantas. Pero aquí, se quiere inteligir como las plantas, se quiere sentir como los ángeles. Se busca entonces la sombra del sueño, que es la región donde el vegetal penetra y se expande. En el sueño nuestra cabellera se abandona a lo extenso, al estado puro del dominio de las distancias. Mientras continuamos abandonados al sueño, esa extensión crea un árbol. Si al despertar nos apoyamos en ese árbol, estamos en los dominios de lo concreto satánico. Por eso, el mundo aporético comenzó por negar el movimiento, para mantener el estado puro de las distancias. Y a medida que esas distancias muestran con más despotismo la antología de su pureza, el vegetal se vuelve enloquecido hacia el intelligere, se expande sin término, provoca falsas gravitaciones. En esas frías regiones el pecado cae sobre la sombra, sobre el sombrío doble egipcio, el hombre se pierde sin remedio.
        Después de periplos muy dolorosos, la tradición católica reaparece en Baudelaire, al condenar ese concreto satánico. “Es más por abstracción que por naturaleza —dice Artaud— que Satán me reconduce al fuego. Y a su turno la naturaleza no me restituye la abstracción, sino que la abstracción me hace inventar la naturaleza en una especie de movimiento infernal.” Satán quiere hacerse de una naturaleza, para ello procura que el vegetal, el peyotl en sus evaporaciones de mitos sin apoyo, crezca dentro del hombre. Pero el hombre no comprende como el vegetal, sino que se transparenta al vencer por fulgor la figura o al ocupar por totalidad la sustancia.
        19 de junio, 1957




obras completas de josé lezama lima

Autor: José María Andrés Fernando Lezama Lima (1910 - 1976)
Editor: Cintio Vitier
Editorial: Aguilar - México D.F
Año: 1977
Páginas: 581-584
Transcripción e introducción: Ezequiel Quintero Gallego



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