CHRISTINE NOBLE GOVAN Y UN CUENTO SOBRE EL TIEMPO, "LA SEÑORITA WINTERS Y EL VIENTO"
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Christine Noble Govan en 1937
Cuando Rodrigo
Argüello compiló este cuento para la edición desde la que se toma esta
transcripción y relectura, la información disponible sobre Christine Noble
Govan era escasa, apenas dijo de ella que escribía en inglés y que en 1975 Alfred
Hitchcock había seleccionado el cuento para una antología.
Han pasado ocho años
desde que salió la versión de Argüello y el paso del tiempo se nota en una
traducción de tildes y conectores que resultan hoy un poco extraños. También se
nota en la oportunidad de acceso a la información sobre la autora, incluso a
una fotografía suya. Es así posible saber de la autora, que nació en Nueva York
y viajó por Tennessee con su madre, dato relevante al indicar un espíritu
desarraigado, y que al parecer disfrutó mucho la literatura de misterio,
especialmente Las Aventuras de Sherlock Holmes. [1]
En este cuento nos
encontramos con una protagonista víctima del tiempo. Este, con su paso rápido y
su tendencia a la aceleración, ha modificado las formas de vida, reservando a
una mujer la soledad, la vejez y la pobreza como accidentes trágicos. Puede que
ninguna de las tres condiciones signifique por sí sola un problema, pero
juntas, son para ella la mayor angustia y el más absoluto fracaso, al que se
resigna con vergüenza. Para calmar la soledad, la señorita Winters humaniza
levemente la relación con su gato, su única compañía.
Tanto teme reconocer
su propia condición, que necesita buscar un culpable, nombrar un enemigo. A
este, la autora decide nombrar igual que a la protagonista, como indicando un
destino, pero también, el espejo: pareciera a veces que el mayor obstáculo en
todas las historias se parece mucho a nosotros mismos.
Disfruten de este, el
único cuento de la autora, en una transcripción que intercala con fragmentos
leídos en voz alta. Así realizamos un ejercicio que nos permite repensar la
Relectura y la Transcripción también desde diversos formatos digitales y
mixturas.
Ejemplar que se relee y transcribe
***
LA SEÑORITA WINTERS Y EL VIENTO
Mientras permanecía en la esquina, aferrando con fuerza su billete de vuelta de autobús, la señorita Winters sentía un intenso odio hacia el viento. Durante los años que llevaba en aquella espantosa y desagradable ciudad, entre la mujer y el viento se había mantenido un constante estado de guerra. El aire parecía haberla elegido a esta solitaria y desamparada mujer para desahogar sus deseos de venganza: le ladeaba el viejo sombrero de fieltro, le echaba sobre el rostro el revuelto cabello y le subía indecentemente las faldas, dejando a la vista sus negras medias de algodón.
Una vez, cuando regresaba a casa del trabajo, el viento le arrebató de las manos el tiquete y lo arrojó bajo el autobús que pasaba. Cuando el vehículo hubo desaparecido, la señorita Winters miró entre el polvo y buscó por todas partes; pero el papelito amarillo burlarse de ella, eludiéndola. La gente que se apretujaba a su alrededor casi la arrojó bajo el autobús, sin disimular su disgusto contra ella. El hecho había sucedido el día antes de cobrar, cuando la mujer sólo disponía del dinero para pagarse el autobús de la mañana siguiente. Tuvo que hacer a pie el resto del camino a casa, eran cinco kilómetros y todos con el viento en contra.
Cuando era niña y vivía en el Sur, el viento era una cosa agradable. Las montañas lo mantenían adecuadamente dominado, domándole como se doma a un brioso caballo. El aire chocaba contra las cumbres y era cortado en minúsculas partículas por los árboles, que susurraban con un sonido similar al del océano. En los campos, las flores silvestres se mecían con suavidad, formando hermosos mares color rojo dorado. En la escuela, cuando la señorita Winters leía Hiawatha, su delgado rostro se iluminaba momentáneamente ante estas líneas:
Como bajo el sol brillan los rizos
que el frío viento forma en los ríos.
Hasta ese momento la señorita Winters no sabía realmente lo que era un viento frío. Ahora sí lo sabía. Era algo que se introducía por todos los resquicios y entumecía los pies de la señorita Winters, pese al fuego que tan asiduamente cuidaba. Por las noches, el helado viento se metía con ella en la cama, de forma que hasta su atigrado gato, que permanecía bajo las mantas, se estremecía y, durante horas de oscuridad, no paraba de moverse tratando de calentar sus doloridos huesos. El aire se metía bajo el usado abrigo de la mujer, penetrando por el agujero que había hecho en sus pantalones el alambre del tejado en que los tendía. También atravesaba sus remendados guantes, entumeciéndole los dedos hasta que le quemaban en una agonía de frío.
Su madre procedía de una agradable región del Sur. Y después de la muerte del padre de la señorita Winters, la anciana señora anheló con todas sus fuerzas volver a su tierra natal. Pero el viento había podido con ella, recordó la señorita Winters, con amargura: tras aguantarlo durante dos temporadas la pobre murió de pleuresía.
Por entonces la señorita Winters poseía un negocio que funcionaba satisfactoriamente. Se dedicaba a la Costura Selecta y Elegante, precios razonables. La mujer se había convertido en una solterona de pecho plano, cuyas juveniles ilusiones se redujeron a cenizas años atrás. Confeccionaba ropita para bebés, con diminutos canesús bordados: trajes de novia, y bonitos delantales para niñas.
La enfermedad y la muerte de su madre representaron grandes gastos. Luego, vino la depresión. La señorita Winters se trasladó a barrios peores; barrios que, por lo visto, gustaban mucho al viento, ya que los azotaba constantemente. La mujer se sentía sola, inquieta y, a veces, asustada. El miedo le atenazaba la garganta como si fuera una verdadera mano, haciéndole difícil tragar.
Más tarde, la Administración de Proyectos Obreros le facilitó costura. La señorita Winters hizo gruesas chaquetas y pesadas prendas de trabajo. La dura tarea envaró y despellejó sus dedos. No dejaba de pensar en las damas a quienes había vestido de seda y crepé de China y en los bellos trajes que realizara durante su juventud.
El peor de los golpes lo recibió al concluir el proyecto obrero. Las mujeres llevaban pantalones, laboraban en las fábricas y compraban ropa hecha. No tenían tiempo para probarse las meticulosas prendas cosidas de la señorita Winters. Las viejas clientas de ésta murieron o se marcharon a Florida, donde el viento era menos cruel. El miedo iba cerniéndose sobre la mujer como una creciente marea. Las manos, que en tiempos bordaron ramilletes de lila sobre la batista y la estopilla, se habían vuelto artríticas a causa del frío y del tosco trabajo. Todo lo que ahora podría hacer eran zurcillos y, de vez en cuando, algún encargo para una tienda de ropas usadas.
El autobús llegó atestado, y la señorita Winters tuvo que ir de pie. En la calle en que vivía, el frío había matado incluso el olor a ajo y a repollo. Pero el viento seguía allí, haciendo volar los papeles, echándole a la cara humo y polvo, y tirando de su sombrero hasta que los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas de impotencia.
Para llegar a su cuarto tuvo que subir dos tramos de escaleras. El gato esperaba, hecho un ovillo, en medio de la cama. El animal saltó al suelo, estiró su flaco y listado cuerpo y se encaminó y se encaminó hacia su dueña. Era la única criatura que aún la recibía como a una amiga. Gracias al gato, la señorita Winters podía olvidar algunas veces su miedo atenazador. La confianza del animal en ella le daba un poquito de valor y determinación. Sin embargo, también temía por él. Había demasiadas personas que eran malas con los gatos, especialmente si estos no eran de raza.
El bicho, como apreciando tan patética devoción, se frotó, ronroneando, contra la falda de la mujer.
La señorita Winters, aún con guantes, puso en la cocina unas astillas y unos preciosos trocitos de carbón y les colocó debajo una cerilla. El maldito viento llegó por la chimenea y apagó la llama, sembrando de cenizas el suelo y manchando los limpios zapatos de la mujer.
La señorita Winters consiguió al fin encender un débil fuego. Sobre el fogón colocó un recipiente para preparar el té. Mientras el agua se calentaba, la mujer se sentó en la mecedora de abombado asiento que había frente al fuego, con las piernas cómodamente extendidas y los brazos doblados contra el cuerpo para darse calor. El gato saltó a su regazo, dándole suaves cabezasos en la barbilla. La solterona, agradecida, le abrazó. El animal ponía una nota de vida en el desnudo cuarto. Era algo que le hacía olvidar un poco la creciente marea de su miedo: el alquiler, que se llevaba todo lo que ganaba en la tienda, los treinta centavos que debía al lechero, las suelas de sus zapatos… El miedo siempre estaba allí. Atormentada por él, la anciana había estropeado una prenda en la ropavejería y casi perdió su día de trabajo. Al recordarlo, la invadía un frío que no era debido al viento, precisamente.
El gato, sobre su falda, frotaba la suave naríz contra el regazo de la señorita Winters, a la vez que emitía un sonido que era, a un tiempo, ronroneo y maullido. En un repentino arranque de ternura, la señorita lo atrajo hacia sí, y el animal la miró con aire presuntuoso. Sus ojos eran como pálidas lunas verdes con misteriosas manchas doradas.
La solterona se levantó y preparó el té. Luego echó un poco de leche y parte del agua caliente en una fuentecita, para el gato. De su bolso extrajo un hueso de chuleta que había conseguido le diera una de sus compañeras de trabajo. El hueso aún tenía una tira de carne y de ella emanaba un fuerte olor a pimienta y frito. La mujer arrancó la carne, mirando, avergonzada, el desnudo cuarto. Luego comió lentamente, mientras lágrimas de autocompasión le llenaban los ojos. Después se agachó y colocó el hueso, al que aún estaba adherida la grasa, en la fuentecilla del gato. El animal dejó la leche y comenzó a roer el sebo mientras movía el rabo como muestra de satisfacción.
La señorita Winters se quitó el sombrero y comenzó a beber el té. Tomó asiento y fue dando pequeños sorbos a la infusión, mientras contemplaba al gato, deleitándose con los graciosos movimientos del animal y con la maravilla de sus verdes y profundos ojos.
Cada vez hacía más viento. A medida que la oscuridad aumentaba, la habitación se enfriaba más y más. La señorita Winters se quitó la ropa de salir a la calle, fue a buscar su bata de franela y la puso a caldear junto al fuego. Calentó más agua y llenó con ella una botella para meterla entre las frías sábanas. Enseguida, armada con el gato y la botella, y tras remover los carbones para que el fuego durase el mayor tiempo posible, se introdujo en la cama. La bombilla que había junto al muelle apenas daba la luz suficiente para leer la sensacional revista de historias amorosas que cada noche ayudaba a la solterona a olvidar sus problemas.
Horas más tarde se despertó. El viento, no contentándose con atormentarla de día, convirtiendo cada una de las horas de luz en un suplicio, tenía que desvelarla por la noche con el fin de devolverla a la miseria de la que los sueños la libraban brevemente.
El aire rugía en torno a la chimenea y golpeaba las ventanas hasta hacerlas temblar en sus marcos. La que la señorita Winters había pegado con un gran trozo de papel de goma parecía abombarse como si en cualquier momento fuera a reventar, llenando la habitación de cristales.
En el tejado algo se soltó y quedó allí, batiendo y saltando, haciendo imposible el sueño. El frío parecía algo tangible, que recorría la columna vertebral de la anciana, mordía su rostro y punzaba sus pies, donde la ya helada botella se burlaba de cualquier idea de comodidad. La mujer encendió la luz, como si eso pudiera calentarla.
El gato se rebulló y comenzó a moverse nerviosamente por la cama.
De pronto se produjo una ráfaga de viento más fuerte que las demás. Se oyó un fuerte ulular y la ventana rota saltó. El cristal penetró en la habitación como si fuera metralla, El gato brincó al suelo y, en medio del salto, fue alcanzado por una arista de vidrio. El animal lanzó un último maullido y cayó inerte. Sobre la amarilla alfombrilla, las manchas de sangre parecieron pétalos de rosa.
La señorita Winters se levantó de entre las gruesas mantas. Tenía frío, pero el de ahora estaba producido por una insensata furia. Pasó entre los fragmentos de cristal y recogió el inerte cuerpo del animalito. Los maravillosos ojos verdes aparecían vidriados, y la sangre caía en cálidas gotas sobre los pies, enfundados en medias, de la mujer.
La señorita Winters permaneció allí, inmóvil, durante mucho, mucho tiempo. Al fin dejó al gato en el suelo y dijo, con expresión ausente:
Al menos, ahora ya sabía lo que debía hacer y, por consecuencia, se sentía tranquila. Se acercó a la cama, apartó las mantas, el abrigo que llevaba durante el día, la colcha que confeccionara con los retales de terciopelo y la seda de sus días más felices. Tomó la sábana, inmensa y llena de remiendos, y se quedó mirándola pensativamente.
Todo era tan claro, tan sencillo, que la señorita Winters se preguntó cómo no se le había ocurrido antes. Debía atrapar al viento y encerrarlo herméticamente dentro de algo, de forma que nunca pudiera escaparse, para asustar y dejar ateridas a pobres ancianas, manteniéndolas despiertas y conscientes de su miseria, matando sus gatos… La mujer se puso los zapatos y, sin dirigir una sola mirada al animal muerto, abrió la puerta y comenzó a bajar resueltamente las escaleras.
Miró hacia el campanario de la iglesia. Era el edificio más alto que había a la vista. Incluso en aquella noche brillaba como una arista reluciente. A su gato le había matado una arista. Ella mataría al viento.
A la torre de la iglesia se llegaba a través de una puertecita que había en la parte trasera. Tal como la señorita Winters esperaba, no estaba cerrada. Sin un momento de vacilación, la solterona comenzó su decidido ascenso. Cada vez más arriba, dando vueltas y vueltas, tropezando con la sábana, pisándole el borde del abrigo, dando traspiés, riéndose y volviendo a ascender. En el interior de la torre no había viento; pero aquello no la disuadió de su idea. El aire la estaba aguardando allá arriba… ¡y ella le aguardaría a él!
Al fin llegó al pequeño cuarto donde se encontraban las campanas, una habitación cuadrada, con arcos góticos y una terraza abierta por un lado. El viento estaba allí, tal como la anciana había esperado, rugiendo como un león. Pero la señorita Winters ya no le tenía miedo.
Sacudió la sábana. Como es lógico, el viento trató de arrebatársela; pero ella, diestramente, agarró las cuatro esquinas salió a la pequeña terraza abierta. Allá abajo, las luces de la ciudad brillaban y parpadeaban. La señorita Winters la miró plácidamente, como diciendo:
Fue precisamente entonces cuando una ráfaga de aire la fustigó. Sopló furiosamente y ella la atrapó en la sábana, que se hinchó como una inmensa hogaza de pan en el horno. La anciana tuvo que dar unos pasos para apoderarse del viento; pero al fin lo tenía allí. ¡Se sentía tan felíz, que le pareció caminar por el aire!
Miró hacia abajo y pudo ver que las luces se precipitaban hacia ella. Antes de morir, la señorita Winters pasó por un momento aterrados… un momento durante el que se dio cuenta de que el viento le había ganado la batalla.
Autora: Christine Noble Govan (1897-1985)
Publicado en:Cuentos que cortan el aliento Compilador y traductor: Rodrigo Argüello Editorial: Ambrosía Editores - Bogotá
Año: 2002 -Primera edición Páginas: 97-107
Transcripción, relectura e introducción: Maritza Arcila Jaramillo
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